En el silencio
de su habitación, Ana sorbía café. Le gustaba cargado y amargo. La taza
humeante liberaba el mismo aroma día tras día, su esmalte blanco estaba ya
corrompido por el color de esa bebida oscura.
El único vicio
de Ana era el café. Se sentaba en su escritorio siempre con la misma taza rebosante
y una pila de hojas blancas para intentar diseñar alguna prenda digna de la
nueva colección. Su pasión había desaparecido con la misma velocidad que la
cantidad de tazas de café había ido aumentando.
El lápiz
acariciaba las páginas blancas dejando una huella gris que iba tomando la forma
de una figura de mujer envuelta en ropas extrañas. Todo era ya un ritual sin
sentido, ni todo el café del mundo hubiese sido capaz de devolverle su pasión.
Hoy es día de compras.
El café esta a punto de faltar en la alacena, es necesario evitarlo. Se calza
sus botas de cuero negro y se dispone a abandonar por un momento su
departamento, como sucede todos los jueves.
El jueves es el
único día que intenta salir, siempre a las dieciséis. Le resulta perturbadora
la más mínima alteración de su rutina, por eso es el día ideal. No solía ser
feriado, de esa manera, nada tendría la necesidad de ser alterado nunca.
La puerta se
cierra dejando tras de sí un departamento deshabitado. En el escritorio, las
páginas vírgenes descansan esperando ser acariciadas por el lápiz que yace
junto a ellas. Pero la ventana se abre y muchas de ellas son alejadas del
harem, arrebatadas de su lado. Recorren el suelo arrastrándose en busca de
libertad, escapando a las caricias de su amante.
A las diecisiete
la puerta se abre nuevamente. Un bolso colmado con envases metalizados de café
en grano la atraviesa en manos de Ana, para ser abandonado en la mesa de la
cocina.
Ana se detiene
un momento, contempla las vírgenes desparramadas por el piso y comprende que
algo está mal. Todos los jueves hace las compras, todos los jueves abandona el
departamento de la misma manera, y nunca encontró las hojas tiradas. La ventana
está abierta. Ella no la deja así, ni siquiera esta vez la había dejado así,
está segura. Las páginas blancas le advierten que no está sola.
Era rara.
Comentan los vecinos. La policía entra y sale del departamento. Seguramente
andaba en algo... Algunas hojas cruzan volando los pasillos, libres ya. El
lápiz ha sido asesinado y yace partido en dos mitades bajo el escritorio. Otras
hojas han bebido la sangre de Ana y ahora lucen un radiante color rojo. Están húmedas
y blandas, pero pronto quedarán secas y rígidas. El cuerpo de Ana reposa en el
charco su propia sangre.
Uno de los
hombres de traje azul toma una de las bolsas de café abandonadas en la mesa y
la esconde en su bolsillo. En la alacena, sólo quedan unos granos.
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