12 de noviembre de 2014

Páginas en Blanco

En el silencio de su habitación, Ana sorbía café. Le gustaba cargado y amargo. La taza humeante liberaba el mismo aroma día tras día, su esmalte blanco estaba ya corrompido por el color de esa bebida oscura.
El único vicio de Ana era el café. Se sentaba en su escritorio siempre con la misma taza rebosante y una pila de hojas blancas para intentar diseñar alguna prenda digna de la nueva colección. Su pasión había desaparecido con la misma velocidad que la cantidad de tazas de café había ido aumentando.
El lápiz acariciaba las páginas blancas dejando una huella gris que iba tomando la forma de una figura de mujer envuelta en ropas extrañas. Todo era ya un ritual sin sentido, ni todo el café del mundo hubiese sido capaz de devolverle su pasión.

Hoy es día de compras. El café esta a punto de faltar en la alacena, es necesario evitarlo. Se calza sus botas de cuero negro y se dispone a abandonar por un momento su departamento, como sucede todos los jueves.
El jueves es el único día que intenta salir, siempre a las dieciséis. Le resulta perturbadora la más mínima alteración de su rutina, por eso es el día ideal. No solía ser feriado, de esa manera, nada tendría la necesidad de ser alterado nunca.

La puerta se cierra dejando tras de sí un departamento deshabitado. En el escritorio, las páginas vírgenes descansan esperando ser acariciadas por el lápiz que yace junto a ellas. Pero la ventana se abre y muchas de ellas son alejadas del harem, arrebatadas de su lado. Recorren el suelo arrastrándose en busca de libertad, escapando a las caricias de su amante.

A las diecisiete la puerta se abre nuevamente. Un bolso colmado con envases metalizados de café en grano la atraviesa en manos de Ana, para ser abandonado en la mesa de la cocina.
Ana se detiene un momento, contempla las vírgenes desparramadas por el piso y comprende que algo está mal. Todos los jueves hace las compras, todos los jueves abandona el departamento de la misma manera, y nunca encontró las hojas tiradas. La ventana está abierta. Ella no la deja así, ni siquiera esta vez la había dejado así, está segura. Las páginas blancas le advierten que no está sola.

Era rara. Comentan los vecinos. La policía entra y sale del departamento. Seguramente andaba en algo... Algunas hojas cruzan volando los pasillos, libres ya. El lápiz ha sido asesinado y yace partido en dos mitades bajo el escritorio. Otras hojas han bebido la sangre de Ana y ahora lucen un radiante color rojo. Están húmedas y blandas, pero pronto quedarán secas y rígidas. El cuerpo de Ana reposa en el charco su propia sangre.

Uno de los hombres de traje azul toma una de las bolsas de café abandonadas en la mesa y la esconde en su bolsillo. En la alacena, sólo quedan unos granos.

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