Oscuridad. Silencio. No puede
respirar. Golpea las paredes de madera que le aprisionan. Nada.
— Anna, Anna…— una voz de hombre la
despierta con dulzura—. Volviste a quedarte dormida. No tiene sentido que
alquilemos más películas si pensás hacer siempre lo mismo. Además, ésta la
elegiste vos.
Los reproches de Alan no son
verdaderos. Ella lo sabe. Él lo sabe. Se le acerca con suavidad y deposita en
sus labios el calor de un beso.
— ¿Por qué me despertaste?— ella lo
sabe, pero necesita escuchar a otro decirlo.
— Tenías una pesadilla. Respirabas
agitada. Como si te faltara el aire— tan real. Para Anna había sido real—.
¿Querés contarme?
— No, amor. Ahora no— se acurruca a
su lado y continúan viendo la película.
«Ayudame» un susurro se cuela en el
oído de Anna. Se sobresalta.
—¿Qué pasó?— él la mira intrigado.
No está dormida.
— ¿Escuchaste eso?— Alan la observa
con el ceño fruncido. Esboza una sonrisa.
— Eso…, eso... Una voz—. Alan no
comprende y la mueca de su rostro lo demuestra. Gira su cabeza de lado a lado.
No sabe de qué le habla.
— La verdad, nena, no escuché nada.
Seguramente te estabas quedando dormida.
Anna mira a su alrededor, busca el
origen de aquel sonido. Nada. No ve nada.
— Debe ser. Me debo haber estado
quedando dormida.
«Aire», un susurro la despierta.
Abre los ojos y ve que su amado descansa a su lado. Sólo ella lo ha oído. Puede
asegurarlo.
Se sienta en la cama. Un frío
eléctrico recorre su espina. Hay alguien, alguien la llama. Mira al frente.
Está ahí. Lo sabe. Enciende la luz de su velador. Durante unos segundo la ve.
Una mujer, la piel azul, la boca y los ojos abiertos de par en par, desaparece
ante ella.
Un grito se gesta en la garganta de
Anna y escapa por su boca. Alan despierta sobresaltado. No sabe que ocurre, no
entiende. Anna no dice nada. No va a creerle, los hombres no creen.
Se despiertan como siempre, temprano
por la mañana. Aunque ninguno ha dormido realmente.
Beben café y comen tostadas para el
desayuno.
Se visten, se arreglan. Anna toma su
cartera, Alan agarra su maletín y juntos caminan hacia la puerta.
Alan abre. Pero algo obstruye el
paso. Una caja de madera de gran tamaño.
— Alguien se equivocó. ¿O vos
esperabas algo?— pregunta Alan. Pero ella no contesta. Está paralizada. No, no
esperaba nada, pero sabe lo que hay en la caja.
Entra corriendo para buscar un
martillo que le sirva para sacar los clavos. Su marido la mira preocupado y
curioso a la vez. Lo suficientemente curioso como para no intervenir.
Anna comienza a quitar uno a uno los
clavos hasta que la tapa queda suelta.
— Aydame a correrla— él la ayuda.
Miles de bolitas de polietileno se
liberan cuando la madera que hacía de tapa es corrida. Anna se asoma para ver
el contenido de la caja. Ella lo sabe. Una mujer asfixiada, con los ojos y la
boca abiertos, y la piel azul. Alan tenía razón, alguien se había equivocado.
Ella le pidió ayuda, Anna no lo
creyó, no confió en si misma. La culpa va a atormentarla por siempre. La había
ignorado, cuando lo único que esa mujer le había pedido era aire.
*Cuento publicado en Sueños Dirigidos de Editorial Dunken.
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